LAS BIENAVENTURANZAS
Queridos
amigos y amigas:
Si
tuviera que quedarme con una única palabra del Evangelio y
dejar todas las demás, me quedaría con ésta: "¡Bienaventurados!".
Con ella abrió Jesús su mensaje y en ella lo resumió por
entero.
Ardía por
dentro con el fuego de los profetas de todos los tiempos, y
subió a una montaña, como antiguamente había subido Moisés,
pero en lugar de aquellos diez mandamientos antiguos de
piedra, proclamó a los cuatro vientos ocho alegres pregones:
"¡Bienaventurados
vosotros!". A pobres, enfermos, perseguidos y a
todos los miserables les anunció bienaventuranzas:
"¡Bienaventurados
vosotros, no porque sois pobres, claro está, sino
porque vais a dejar de serlo!
¡Bienaventurados vosotros, no porque lloráis, sino porque
tendréis gozo en lugar de llanto!
¡Bienaventurados
vosotros, no porque seáis
perseguidos, sino porque ya llega vuestra
liberación! ¡Dios os librará!
¡Dios
enjugará vuestras lágrimas! ¡Dios os consolará! Ya ha
llegado la hora. Confortaos los unos a los otros, para que
Dios os conforte. Consolad los unos las lágrimas de los
otros, para que Dios os consuele. Liberaos de la miseria los
unos a los otros, para que Dios os libere. Sed
bienaventurados, para que también Dios pueda ser
bienaventurado. Es el tiempo de la bienaventuranza".
Así se
pronunció Jesús en lo alto de la montaña, y en esa única
palabra resumió todo lo que tenía que decir:
"¡Bienaventurados!" Y los cuatro evangelios y todo el Nuevo
Testamento no son más que un eco prolongado de esa palabra.
Fijaos en
ella. ¿Sabéis cuántas veces aparece en el Nuevo Testamento
la palabra mamarios, es decir, bienaventurado o
dichoso o feliz?
Aparece
50 veces. Debiera hacernos pensar qué es lo fundamental para
Dios, qué es lo sustancial en el cristianismo, qué es lo
importante en el cristianismo, qué debiera ser lo principal
para la Iglesia.
La
felicidad es la fuerza imparable que mueve al mundo. La
felicidad nos atrae y nos empuja a todos. Todos los seres
buscan la felicidad.
¿Y Dios?
Dios es el fondo y la fuente de esa sed universal de
felicidad. El sueño primero y el mandamiento principal de
Dios es la felicidad, la bienaventuranza. ¡Sed
bienaventurados, sed felices!
¡Cuán
lejos andamos,
amigos, de este mensaje nuclear del Nuevo
Testamento! ¡Y cuán lejos andamos de nuestro propio corazón!
Es como si le hubiéramos dado enteramente la vuelta a la
lógica de la bienaventuranza de Jesús. Es como si hubiéramos
sepultado el evangelio de la bienaventuranza bajo losas
pesadas de piedra, bajo dogmas incomprensibles, bajo rígidas
instituciones.
Como si
hubiéramos sepultado y ahogado el evangelio de la dicha. Por
ejemplo, ¿dónde quedan los anuncios de bienaventuranza de
Jesús en las declaraciones y en las comparecencias de
algunos dirigentes de la Iglesia? Comparecen demasiadas
veces para dar lecciones, para regañar, para separar buenos
y malos. Comparecen demasiado poco para anunciar la
bienaventuranza de Jesús.
Amigos, acudamos al monte de Jesús. Escuchemos de
nuevo los ocho pregones de Jesús: "¡Bienaventurados!". Las
bienaventuranzas son la entraña del evangelio, y debemos
hacer de ellas jugo de la vida, fermento de la sociedad,
savia del mundo, entraña de la Iglesia, levadura que todo lo
levante y le dé sabor, que todo lo vuelva bueno y feliz.
Bueno y
feliz: eso es todo. ¿No es tan sencillo como el pan? La
bondad de la felicidad y la felicidad de la bondad: ambas
cosas a la vez. ¿No es ésa la sagrada ley de la vida, la
sagrada ley de Dios? ¿Qué podrá hacernos buenos si no es la
felicidad? ¿Qué podrá hacernos felices si no es la bondad?
La
felicidad nos hará buenos. No te hará bueno una ley en losas
de piedra, ni una doctrina hecha de palabras. Únicamente te
hará bueno la felicidad, la bienaventuranza de Dios.
La
felicidad te hará humilde y manso, compasivo e instrumento
de paz.
La
felicidad te hará consolador de los que lloran, hambriento y
sediento de justicia. Cuanto más feliz seas, más humilde
serás. Cuanto más feliz seas, más misericordioso serás.
Cuanto más feliz seas, más felices harás.
Y aun
cuando lleguen la tribulación y la persecución
-que van a llegar-, la felicidad te mantendrá ileso y sano, la
bienaventuranza te hará perseverar en la bondad.
En
efecto, la felicidad nos hará buenos, sí, pero ¿qué es lo
que nos hará felices? Jesús nos lo enseña también en el
monte de las bienaventuranzas: la bondad nos hará felices.
La humildad te hará feliz, no la grandeza, no el orgullo. La
compasión con los que lloran te hará feliz, no la
indiferencia, no la dureza. El anhelo y el trabajo de la paz
te hará feliz, no el odio, no la fuerza, no la violencia.
Ambas
cosas, pues, a la vez. La felicidad nos hará buenos, y la
bondad nos hará felices. Y puedes empezar por el lado que
quieras, pues ambos lados son en el fondo el mismo lado. De
modo que en vano nos empeñaremos en ser buenos sin ser
felices, así como también en ser felices sin ser buenos.
En vano
nos empeñaremos en ser buenos a base de leyes y
obligaciones, al igual que en ser felices con grandeza y
poder. ¿Para qué son las leyes y los dogmas y todas nuestras
teologías, si no nos hacen buenos haciéndonos felices, y si
no nos vuelven felices haciéndonos buenos?
Amigos, volvamos al monte de las
bienaventuranzas, sentémonos en torno a Jesús junto con la
muchedumbre y aprendamos de nuevo a vivir. La felicidad nos
hará buenos, la bondad nos hará felices.
José Arregi
Para orar
Nos has hecho para ti, Señor,
y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.
Haz que te busque, Señor,
invocándote y que te invoque creyendo en ti.
Pero yo no existiría en absoluto, si tú no estuvieras en mí,
o mejor, yo no existiría si no estuviera en ti.
¿Y a qué se reduce todo cuanto he expresado sobre ti,
Dios mío, vida mía, mi santa dulzura?
¿Qué puede decir cualquiera cuando habla de ti?
Sin embargo, ¡ay de los que te silencian,
porque son mudos que hablan demasiado!
¿Quién podrá concederme que yo repose en ti?
¿Quién me concederá que vengas a mi corazón y lo embriagues,
para que me olvide de todos mis males
y me abrace contigo, único bien mío?
Ten misericordia de mí, para que me salgan las palabras.
Por tu ternura te pido me digas qué eres tú para mí.
Dile a mi alma: "Yo soy tu salvación".
Y dilo de tal modo que yo lo oiga.
Señor, ahí tienes en tu presencia los oídos de mi corazón.
Abrelos y dile a mi alma: "Yo soy tu salvación".
Yo saldré disparado tras esta voz y te alcanzaré.
San Agustín, Confesiones