TIENE QUE CAMBIAR
NUESTRA FORMA DE VIVIR
No
esperemos que baje el petróleo. No esperemos que bajen
los precios No esperemos que los tipos de interés
reduzcan el euríbor. No esperemos, por tanto, que las
hipotecas resulten más soportables. No esperemos que
suban los jornales. Ni las pensiones. Ni que la bolsa se
ponga por las nubes y todos los inversores se forren de
nuevo, como se han forrado en los últimos años.
No
esperemos que los mileuristas se conviertan, de la noche
a la mañana en dosmileuristas. No esperemos que se
acaben las huelgas. Ni que la Madre Teresa de Calcuta
resucite y sea nombrada presidenta del Banco Mundial.
No.
No esperemos nada de eso. Porque en nada de eso está la
raíz del problema económico que a todos nos trae de
cabeza. Las malas noticias económicas, que cada día nos
traen los periódicos, no son sino la punta del iceberg
cuya inmensa profundidad se nos oculta.
Es
más, yo me pregunto si no nos conviene a todos este
zamarreón económico que estamos recibiendo. A ver si, de
una puñetera vez, nos enteramos de que la crisis
económica, que a unos preocupa y a otros angustia,
empieza a ser el final de una época y comienza a ser el
inicio de otra.
Me
explico. La economía, la política, la vida en general,
en el mundo entero, se ha organizado de forma que un 20
% de la población mundial consume el 80 % de los bienes
de uso y consumo que se producen en todo el planeta,
mientras que el 80% de los habitantes de la tierra se
tiene que contentar con el 20 % de lo que se produce en
todo el mundo.
Este
dato global, con todas las precisiones y matizaciones
que necesite, no sólo es incontestable, sino que se
agrava, de forma irritante y escandalosa, en los casos
límite, tanto por arriba (los más ricos) como por abajo
(los más pobres).
Teniendo en cuenta que, en el caso de los pobres, la
situación es tan espantosa que, ahora mismo, son más de
850 millones los seres humanos que tienen que vivir con
menos de un dólar al día. O sea, en este momento hay
cerca de mil millones de criaturas abocadas a una muerte
temprana y criminal. Porque el hambre no espera. El
hambre mata. Y mata pronto, de la forma más humillante y
cruel que se puede asesinar en este mundo.
¿Por
qué no se le pone solución a este estado de cosas? Hace
unos días, en la cumbre de la FAO, celebrada en Roma, se
han reunido más de 130 presidentes de gobierno de todo
el mundo. Y no han llegado a ninguna conclusión eficaz.
Se
dice que falta voluntad política. Y es verdad. Pero eso
no es toda la verdad. Porque en el fondo se trata de
gobernar a millones de ciudadanos que nos hemos
acostumbrado a una forma de vivir, en un nivel de
gastos, de comodidades y, en no pocos casos, de
despilfarro, que no estamos dispuestos a dejar, ni a
ceder, por nada del mundo.
En
tales condiciones, las posibilidades de cambio económico
que les quedan a los políticos son muy reducidas. El
gobernante que quiere gobernar a gente así, no tiene más
remedio que contentar a sus votantes, en la medida de lo
posible.
Somos, pues, nosotros, los ciudadanos los que limitamos
la voluntad política de quienes nos gobiernan.
Por
otra parte, hay que hacerse el cuerpo a que el mundo ha
tomado un giro nuevo que no tiene vuelta atrás. Mientras
los pobres del mundo se han limitado a sobrevivir como
podían, nosotros hemos podido vivir de bien en mejor.
Pero eso se está acabando. Porque más de mil millones de
chinos y cerca del mil millones de indios han dicho que
basta ya de supervivencia. Y quieren vivir como
nosotros.
Ahora
bien, el mundo no da para tanto. Porque carece de
fuentes de energía para satisfacer la inagotable
apetencia de consumo, de lujo y despilfarro que
necesitamos los más de seis mil millones de habitantes
que tiene el planeta. Es seguro que si los seis mil
millones se empeñaran en vivir como se vive en España,
no habría para todos.
Nuestro nivel de vida no es aplicable al mundo entero. Y
conste que el problema no está ni en el egoísmo de los
ciudadanos ni en la cobardía de los políticos.
El
problema está en el sistema. Un sistema que, para
perpetuarse y crecer, tiene que ser a base de meterle en
la cabeza a la gente que “felicidad” es igual a
“consumo”. Y que, por tanto, a más consumo más
felicidad.
Pero
felicidad sólo para los que vivimos en los países ricos.
Porque así lo impone la lógica del sistema. Esto es lo
que hay que cambiar. Los países pobres no necesitan
limosnas. Lo que necesitan son inversores que produzcan
riqueza.
El
día que se acaben los privilegios productivos y
comerciales de los grandes empezaran a mejorar los
chicos. Y todos nos iremos igualando. Habrá menos lujo y
menos despilfarro, pero más humanidad.
Hay
que cambiar la mentalidad y la forma de vivir. La
felicidad no depende de las “cosas” que se tienen, sino
de las “personas” que nos acompañan, que nos respetan,
que nos toleran, que nos quieren. “Felicidad” es igual a
“convivencia” respetuosa, tolerante, grata, cordial.
Está
demostrado que la gente no se siente más feliz cuando
gana más dinero, sino cuando gana más dinero que el
vecino o el compañero de trabajo.
Es
urgente reorientar la productividad y el comercio en
función, no de los caprichos que impone el lujo, el
despilfarro, la vanidad infantil o la prepotencia de
algunos, sino con vistas a cubrir las necesidades de
todos.
José M. Castillo