Queridos amigos:
He recibido un cuento de Navidad que deseo compartir con vosotros y con todos los suscriptores. He obtenido la autorización del autor y os lo envío adjunto. Es un tema que enlaza la Navidad con los problemas de los refugiados y, por tanto, de plena actualidad.
Feliz y solidaria Navidad para todos.
Tomás Maza
AMAL. A modo de Cuento de Navidad
Hace frío en aquel portal. Tanto como el que ella siente en un rincón de su alma. Un frío que no es capaz de explicar con palabras, al fin y al cabo los sentidos no han nacido con palabra, ni el verbo dotado por si de sensaciones. Frío en el suelo, en las paredes, en el aire. Frío en aquel portal en Belem.
Ella está sola. Ardiendo por dentro a pesar del vaho que exhala cada vez que respira. La vida no se mide por las veces que respiras, sino por los momentos que te dejan sin aliento. Para ella, ese es sin duda uno de esos momentos. Y lo vive febril. Con la mirada nublada. Y sola.
Ahí viene, otra más, y ésta es de las intensas. Y de las largas. Llega en su mente a la cuenta de cincuenta. Sabe que la siguiente vendrá pronto. Y la que vendrá después. “En gran manera multiplicaré tu dolor en el parto, con dolor darás a luz los hijos…”. Toda una maldición bíblica. Seguro que eso lo escribió un hombre, no Dios, piensa siendo consciente de que si lo dijese en voz alta sonaría a blasfemía. Con la siguiente contracción, se permite blasfemar a gritos, en la soledad de aquel portal en Belem.
El suelo está cubierto de agua y sangre. Sabe que lo primero es normal. No tanto lo segundo. La hemorragia le hace sentir miedo por su criatura y, al tiempo, una ferocidad animal para luchar con todo lo que tenga para traerla a la vida. Sangre y agua. Los fluidos mezclados le evocan alguna frase, pero el dolor le recuerda que en ese momento solo cuenta el instinto, no las palabras.
La mujer está sola, desnuda, de rodillas, con la cabeza apoyada en la pared. No hay mula, ni buey, ni ella los echa de menos. Tampoco está su compañero. Ella no esperaba ponerse de parto tan pronto, treinta y seis semanas según sus cuentas, y le ha insistido para que saliese a buscar algo que comer. No quiero dejarte sola, decía él. Estaré bien, no te preocupes, replicaba. Es un buen hombre, piensa ella. Su padre decía que se podía conocer a un hombre por sus manos. Y las manos que han acariciado su rostro hace horas son fuertes pero, al tiempo, suaves y cuidadas a pesar de ser manos de carpintero. Seguro que será un buen padre para mi bebé, piensa. Aunque no lo haya engendrado.
La mujer grita, una vez más. Arde en el portal helado y oscuro, arrodillada, visceral, salvaje, sucia, sangrienta, hermosa. Y no deja de gritar hasta obrar el milagro, porque milagro es, no divino sino humano. Y aquella criatura se asoma al mundo en los primeros días del invierno, en un portal en Belem. Como el resto de los miles de amaneceres de aquel día, cómo tantos miles de millones de almas antes y después que la suya, se asoma a este mundo sin tener conciencia de ello, y menos aún del porque ni el para qué, empezando así un camino finito lleno de infinitas preguntas sin respuestas únicas.
Aquella vida nace, en fin, como todas: marcada por la relatividad del Tiempo y la limitación del suyo propio. También la del Espacio, en un minúsculo planeta que orbita alrededor de una pequeña estrella de las incontables del Universo conocido. Una pequeña criatura, marcada por el reloj de la vida, como toda su especie, que se asoma a la infinitud del Espacio y el Tiempo. Se asoma sin hablar, pero no en silencio, pues sabido es que venimos a este mundo llorando. Llorando para empezar a respirar. Llorando para empezar a vivir.
Abrazada a esta vida, bajo una manta, exhausta, destrozada y triunfante, la mujer que ya es también madre piensa. Piensa en aquella ínfima criatura de tiempo limitado... pero que para ella, para quienes ya la aman, para quienes llegarán a amarla, alcanza una infinita grandeza. El Amor lo hace todo relativo: convierte lo temporal en eterno, lo reducido en inabarcable.
Aquella mujer piensa. Piensa en lo que le gustaría decirle a esa criatura de ojos entrecerrados, un libro en blanco con todo por escribir. Y sus pensamientos se entrelazan en forma de palabras, con palabras tal vez prestadas, para decirle que ya no puede volver atrás, porque la vida ya le empuja. Que es mejor vivir con la alegría de los hombres, que llorar ante el muro ciego. Que recuerde siempre que la vida es bella, inmensa, merecedora de ser vivida. Que la viva, entendiéndola, amándola, recordando que tomados de uno en uno no somos nada, que su destino está en los demás, que su dignidad es la de todos, que otros esperarán que les ayude su alegría, su sonrisa, su canción entre sus canciones.
Le gustaría decirle también, con palabras entrelazadas, tal vez prestadas, que no pague con mentiras cuando le engañen, que aprenda a soñar sin dejarse adormecer por sus sueños, a pensar sin dejarse esclavizar por sus ideas, que aprenda a hablar con las multitudes sin perder la capacidad de escuchar y a resistir cuando ya no le quede nada excepto la voluntad de resistir. Decirle, en fin, que aprenda a percibir ese minuto exquisito en el que cada uno de los sesenta segundos cuenta, que la Vida no se celebra en cada cumpleaños, sino en los 364 días que quedan hasta el siguiente, que cada Amanecer es promesa, esperanza y reto...
Aquella mujer piensa en todo ello, mientras sostiene a su criatura en brazos, nacida con un padre en la tierra y otro en el cielo, aquella niña que se asoma el mundo en un portal frío y oscuro de un bloque abandonado. En el barrio de Belem, Lisboa, a orillas del Tajo. A más de 5.000 kilómetros por carretera del lugar que vio nacer a la mujer que se convierte en madre en los primeros días del invierno. Otra tierra. Otra mar. Otro tiempo. Damasco queda lejos, muy lejos. Y aquella vida, aún más, como un eco lejano e inverosímil de un tiempo que todo lo que vino después convirtió en La Felicidad, con mayúsculas.
Aquella mujer desnuda, salvaje, madre triunfante en un portal helado y oscuro a las orillas del Tajo es, para quienes no la ven en ese momento de su vida, una simple cifra. Una unidad más en una cifra redonda con 6 ceros. 5 millones. Y algunos cientos de miles más. Huidos de su tierra, de su vida, de su alma, de sus ancestros, de sus afectos. Refugiados, les llaman. Una más. Ella, su compañero, su niña de piel rosada nacida en la ciudad blanca un 18 de diciembre.
Para quienes la vemos en ese momento de su vida, y vemos una mujer y no una cifra, conviene saber también que esta mujer es maestra. No importa que lleve dos años sin pisar un aula, es maestra y lo será mientras viva. No es una profesión, es una vocación, le decía su madre. La primera víctima de la guerra que recuerda fue uno de sus alumnos, muerto en un bombardeo. Entonces, el nombre del pequeño pasó a ser el de su escuela en Damasco. Para rendirle homenaje, dijeron entonces. No podía saber que llegaría un día en el que habría demasiados niños muertos a quienes honrar.
En el campo de refugiados siguió enseñando a los niños. Siempre mirando al futuro. Llegará el día en que tendremos que volver a Siria, se decía, y aunque esté destruido, si seguimos educando a los niños, su futuro no estará en ruinas…
Ha conseguido ocultar el horror vivido en algún rincón de su mente y de su alma, aunque algunas veces la visite en sus pesadillas. La detención, las torturas, los interrogatorios, el miedo, los ojos vendados, la desnudez, los golpes, los cables, la electricidad, las manos, los cuerpos, las embestidas, el dolor, el asco, los monstruos, los turnos, la sangre… cuando salió del infierno, la rama de seguridad 215 en Kafr Sousa, era un simple cuerpo sin alma. Cuando su esposo salió del mismo infierno, sus ojos se encontraron para buscar, de alguna manera, como recuperar la vida.
Esta es tu hija, piensa, mirando arriba. Y se parece a ti, añade. Si él puede verla o escucharla de alguna forma es uno de esos misterios que tienen que ver con lo que la gente llama fe. Aunque no deja de ser un milagro que dos despojos humanos encontrasen de nuevo el amor y el deseo. Y la esperanza de la huida. Ella recuerda aquel día. 154 personas en un bote. Cuando lo vieron, muchos quisieron regresar, pero les dijeron que el dinero no les regresaría. La parte baja y la cubierta se llenaron de personas. Y luego, todo lo demás: el choque con las rocas, el agua inundando la parte baja, el hundimiento, la aglomeración, los gritos. Él se quitó su chaleco salvavidas para dárselo a una niña. Nadaron durante horas, hasta que le dijo que iba a flotar un rato para descansar. Las olas eran muy altas y la noche cerrada. No volvió a verle.
Sí, te pareces a tu padre, el que está en el cielo. Pero los ojos son de tu abuela. Ay, mamá, piensa ella, ojalá estuvieses aquí, ojalá tu nieta pudiese escuchar tus historias en la noche, en medio de la paz del campo, entre las ramas de los árboles, viendo aparecer las estrellas y esconderse tras las hojas. Ojalá esta niña pudiese escuchar de tu boca tus leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, ese incansable rumor de memorias que me mantenía despierta de niña, al mismo que suavemente me acunaba. Ay, mamá…
El portal se abre por fin. Es él. El carpintero. Su compañero. El padre en la tierra de la niña que se asoma a la vida. Sus ojos gritan de miedo al ver el suelo, la sangre, el agua, la manta, la madre, el bebé. Hasta que ella le tranquiliza con la mirada. Ven, abrázanos, abraza a tu niña. Estamos bien. Todo está bien… todo saldrá bien, vamos a salir adelante, vamos a ser felices, ya lo verás, añade besándole, sin saber hasta qué punto son proféticas sus palabras.
Él ha conseguido traer comida. Y, en el bolsillo del abrigo raido, trae un cascabel que ha encontrado en la calle. Ya sabes, aquí es Navidad, se le habrá caído a alguien. Sí, piensa ella, aquí es Navidad… eso debe ser bueno, ¿verdad?
La mujer mira a su hija, recién nacida, recién encontrada. Y la llama por su nombre, el nombre por el que la ha llamado en su corazón desde hace meses, el nombre que ha utilizado al cantarle mientras acariciaba su barriga, el nombre que su madre le pidió que utilizase si algún día paría una niña, como promesa de un futuro distinto, de la oportunidad de otro amanecer.
Pocos días antes de aquella noche, una mujer le había preguntado como iba a llamar al bebé cuando naciese. Y ella le respondió con el nombre: Amal. Que bonito nombre, ¿qué significa?, dijo la mujer. Y ella, llenándose el corazón del recuerdo de su madre, le contesto:
Esperanza, Amal en árabe significa Esperanza.
Hace frío en aquel portal en Belem, Lisboa, a orillas del Tajo. Pero tres almas abrazadas sienten un calor que no puede explicarse con palabras, al fin y al cabo los sentidos no han nacido con palabra, ni el verbo dotado por si de sensaciones. Calor en el corazón, en la piel, en el rostro, en las entrañas, mientras amanece en la ciudad blanca.
18 de Diciembre, Día de la Esperanza.
A modo de epílogo:
Hay una parte de palabras prestadas en este relato corto, que no tiene otras pretensiones que las de servir a modo de cuento de Navidad. Tal vez atípico y triste, pero siempre con vocación de esperanza. Algunas palabras prestadas de Goytisolo, algunas otras de Saramago, algunas de relatos propios anteriores, algunas de historias reales en lo que es un drama contemporáneo de una magnitud que muchas veces no alcanzamos a percibir.
No deja de tener su significado, al menos para mí lo tiene, que el 18 de Diciembre, a una semana de la Navidad, sea al tiempo el Día de la Esperanza y el Día Internacional de las personas migrantes. De ahí el relato. De ahí la esperanza.
De corazón, Feliz Navidad.
Iñigo Vicente Herrero