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¿QUIÉN DECÍS QUE SOY YO?

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Mc 8,27-33

El Evangelio de este domingo ocupa un lugar central en la narración de Marcos y nos recuerda una vez más que la Buena noticia de Jesús, su estilo de vida y propuesta es liberadora y felicitante, pero tiene consecuencias que hemos de afrontar. El Evangelio no es un tranquilizante, sino más bien un despertador de conciencias, como leemos también en la primera lectura de este domingo: El Señor me abrió el oído; y no resistí ni me eché atrás (Is 50, 5-9ª). Un aguijón que nos empuja a salir de nuestras zonas de confort hasta hacer del mundo un banquete sin primeros ni últimos.

Por eso el episodio de Cesarea puede resultarnos sumamente familiar. Jesús y sus discípulos atraviesan este lugar caracterizado en aquel tiempo por su gran diversidad cultural y religiosa, al igual que muchos de nuestros barrios y ciudades hoy. Por eso un primer aprendizaje que podemos sacar del texto es constatar cómo para Jesús la diversidad no es una amenaza, sino una oportunidad para compartir la Buena Noticia de la universalidad del Amor, la fraternidad y la sororidad humana. Es desde este lugar concreto, en esa realidad diversa y plural donde conviven distintos cultos y ofertas de sentido donde Jesús se interroga sobre sí mismo y su proyecto: ¿Quién dice la gente que soy yo?, o dicho de otra manera: ¿Qué sentido tiene para la gente la propuesta de vida que comparto? ¿En qué y cómo conecta con sus búsquedas y anhelos más hondos, sus esperanzas y sus interrogantes más profundos?

Jesús, al hacer esta pregunta, nos recuerda implícitamente que la fe ha de dialogar siempre con las culturas y tomarse en serio a sus interlocutores e interlocutoras. Los otros y otras no son meros destinarios u objetos de evangelización, sino sujetos con palabra en quienes el Misterio se nos quiere revelar. Quizás uno de nuestros mayores desafíos como iglesia sinodal y comprometida con el mundo es no dejar de hacer y hacernos estas preguntas y quedar afectados por las respuestas, para hacer cambios pertinentes, en nuestros lenguajes, formas, y modo de acercamiento a la realidad y a nuestros contemporáneos y contemporáneas.

Pero La pregunta de Jesús se hace aún más incisiva en una segunda ronda,  cuando se dirige directamente a sus más íntimos: ¿Y vosotros quién decís que soy yo? Como le sucedió a los discípulos, el modo de responder a ella no es una mera formulación teórica doctrinal, sino una posición existencial, una forma de situarnos en la vida y ante los demás al modo de Jesús. Confesarle como Cristo significa narrar en gestos y palabras su buena Noticia de liberación en un mundo  golpeado por la violencia, la injusticia y el desamor y hacerlo  desde la confianza, como también nos recuerda la primera lectura: “El Señor Dios me ayuda” (Is 50, 5-9) y asumiendo todas sus consecuencias. Porque el mesianismo de Jesús no es triunfalista, sino compasivo y kenòtico. Conlleva siempre una dimensión conflictiva. Algo que, como a sus discípulos, nos cuesta reconocer y nos resistimos a ella. Pero para Jesús, negar esta dimensión, como hace Pedro, no es solo una ingenuidad, sino tentar a Dios, desvirtuando la profecía del Evangelio: hacer de su memoria subversiva, una memoria domesticada. El Evangelio es una bienaventuranza, pero también una paradoja: es una Buena Noticia, pero a la vez, es signo de contradicción.

¿Quién es para nosotros y nosotras Jesús hoy y qué aspectos de su mesianismo compasivo y kenótico se nos hacen más cuesta arriba en este momento de nuestra vida? ¿Cómo podemos ayudarnos como comunidades cristianas a no descafeinar el Evangelio y a rescatar su profecía en nuestras sociedades diversas y cada vez más multiculturales?

 

 

Pepa Torres

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