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Libro de la biblia

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-

UN OASIS EN MEDIO DEL DESIERTO

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Han pasado ya cuatro días y todavía se me hace difícil escribir. Todas las personas con las que me reencuentro me preguntan lo mismo <<¿Qué tal por Ceuta?  ¡¿Qué horror?! ¿No?>>… Glups… ¿Por dónde empiezo? Se me agolpan las palabras, se dibuja una sonrisa en mi rostro (aunque, quizás, eso no es lo que la gente espera ver) y sólo me sale un simple “Muy bien”. Han sido dos semanas, aparentemente poco tiempo, pero la intensidad ha sido tal, que me ha marcado de manera irreversible. Sin embargo, no puedo, ni tampoco quiero, demorar más el momento; el testigo está en mis manos ¿cómo dar de vuelta todo lo recibido? ¿Cómo ser altavoz de tantas injusticias, y de las luces y sombras de la inmigración? ¿Cómo ser fiel a la experiencia vivida y lograr llegar, aunque sea un poco, al que me lea? Tremenda responsabilidad.

Durante “mi compartir” en Ceuta, nos acogieron Paula y Cande de la Asociación Elín, junto con su magnífico grupo de voluntarios: Simakha, Male, Bakary, Sylla, Pili, Teresa y Fernando. Las jornadas eran intensas en vivencias, formación y reflexión, y nos permitían compartir el día a día con los africanos, que fueron siempre muy cercanos y acogedores con nosotros, y que nos abrieron las puertas de su mundo, con enorme generosidad y cariño. Ellos fueron nuestro punto de unión con la realidad más dura de Ceuta y nos permitieron ir más allá del color de la piel para adentrarnos en el corazón africano. Ninguno de los voluntarios quedamos indiferentes, el corazón de las gentes africanas nos cautivó con su sencillez y su tremenda bondad.                                                     

Por las mañanas, nos íbamos de ruta por Ceuta para charlar un rato con los africanos que encontrábamos a nuestro paso, interesarnos por ellos, darles un zumo e invitarles a venir a la asociación durante la tarde. Durante las tardes teníamos la oportunidad de impartir clases de español, a la vez que recordar algo del francés que yacía olvidado en algún cajón de nuestra memoria. Pero, más allá de los contenidos que se pudieran aprender, lo mejor de las clases es que suponían una verdadera terapia de risas, baile y choques cómplices de mano, un verdadero bálsamo de alegría para todos, y todo un testimonio de vida para nosotros: los europeos, un testimonio de lucha auténtica y superación. Gente que a pesar de todo lo vivido, de todo el sufrimiento, no pierde la sonrisa ni la calidez de su mirada... ¿Quién da la lección a quién?

Después de las clases disfrutábamos de los talleres que nos permitían explotar nuestras dotes artísticas o deportivas (taller de pintura, de velas, de pulseras, taller de expresión corporal y fútbol) a la vez que seguíamos compartiendo las pequeñas cosas del día a día.

También teníamos nuestras tardes de playa, donde disfrutábamos jugando a las palas o a la pelota en el agua, o aprendiendo juntos a vencer el miedo al agua. Sin duda, el enseñar a nadar, o simplemente respirar, fue una de las experiencias más bonitas de las vividas. Ser testigo de cómo una persona puede enfrentarse a lo que para él, hasta hace poco, suponía muerte y terror, fue un verdadero regalo. El mar que les traía recuerdos oscuros de un viaje en cayuco o en una barca hinchable, el mar tenebroso, profundo, el mar de las incertidumbres… El mar de la muerte que, por fin, se convertía en un mar de VIDA.

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La verdad que me gustaría que conocierais a alguno de nuestros amigos africanos, que pusierais rostro, nombre y una historia que contar, a las imágenes de los inmigrantes “sin nombre” con las que nos bombardean todos los días en los medios de comunicación, entonces, estoy segura que os pasaría como a mí, renegaríais de la helada palabra inmigrante, y los llamaríais: hermanos, amigos. Odio cuando preguntan << ¿Qué tal con tus negritos?>> ¡¿Cómo si fueran seres inferiores o fueran de mi/nuestra propiedad!? Sé que no hay mala intención, sino purito desconocimiento, pero no puedo evitar que se me remuevan las entrañas. Sinceramente, después de un comienzo así, se te quitan las ganas de contar nada.

La forma en que hablamos dice mucho también de nuestro verdadero pensamiento, y, sin quererlo, las palabras nos delatan, aunque racionalmente sepamos que queda mal decirlo… No son números, no son cifras, no son imágenes frías del telediario… no son personas agresivas, no quieren arrebatarnos nada. Son personas como tú y yo, que tienen mucho que compartir, mucho que ofrecernos; son personas con todas las posibilidades del mundo pero que no han tenido las mismas oportunidades que hemos tenido tú y yo. No son un color de piel, no son estereotipos encasillados, son héroes que arriesgan su vida por buscar un sueño: una vida más digna para él y los suyos. Ellos nos invitan, desde su pequeñez, a llevar una vida más plena, más grande… ¿quién no quiere esto?

Hasta que no estrechamos su mano y nos encontramos en su mirada, no somos capaces de encontrar la grandeza que hay en lo pequeño. ¿Cuántas veces nos hemos encontrado a algún africano ayudando a aparcar coches? ¿Te has detenido a mirarlo? ¿Lo has saludado o le has sonreído? ¿O le has dado una moneda de mala gana, y has salido despavorido, esquivándole la mirada? Las prisas de las ciudades nos roban la capacidad de contemplación, nos deshumanizan, y nos olvidamos de este sin fin de instantes que dan sentido a la vida.

Es increíble la transformación que se produce cuando llamas a una persona por su nombre, Paula siempre nos insistía en esto, y lo cierto es que no era tarea fácil porque eran nombres muy complicados para nosotros, pero cuando te cruzabas con alguno por la calle y le nombrabas, su mirada cambiaba por completo. Esto nos pasa a todos, cuando estás en un lugar extraño, y entre la multitud desierta surge uno que te "reconoce" y te llama por tu nombre, experimentas de pronto como un nuevo nacimiento. Es como decir: “Tú para mi existes.” Me prometo que mi próxima ruta será por el Hospital Ramón y Cajal, estoy necesitada de estrechar esas manos que me conectan a la verdadera vida… ¿te animas? Sí, lo sé, no vamos a cambiar nada… pero, a lo mejor, quizás, no sé… tú y yo, ¡cambiemos!

Esas mañanas de ruta, donde charlábamos con los africanos estaban llenas de magia, ni siquiera el idioma suponía un obstáculo. Me gustaría incorporar a mi vida ese caminar atento, salir simplemente a pasear, y al encuentro de quien se cruce en mi camino, transformar mi mirada desconfiada en una mirada atenta y confiada, una mirada que no esquive sino que busque, y quién sabe si algún día alguno de ellos me vuelva a regalar generosamente su historia.

Aún me acuerdo de Simakha, cuando contaba cómo fue al llegar a Marruecos que fue consciente de que su color de piel era oscuro, solo entonces se dio cuenta de que era diferente, le veían diferente. Sin embargo, ni los insultos racistas, que eran continuados, ni el trato vejatorio que recibían él y sus compañeros, les endureció el corazón. Aún me acuerdo de la imagen de alguno de ellos tendiendo la mano a sus hermanos marroquíes del CETI… ¿acaso no es grandeza esa capacidad de perdonar? Dudo que yo fuera capaz de transformar tanta cruz, tanto dolor, tanta injusticia… en tanto amor.

Es imposible no entender que arriesguen su vida cruzando la valla, o en el mar, después de escuchar sus historias. Personas que vienen huyendo de la guerra (como los sirios), de políticos corruptos (impuestos por EEUU y Europa) que les tienen sumidos en la miseria, condenados a una muerte muy temprana por el hambre, la falta de agua potable o la enfermedad. Pobreza de la que somos cómplices. Un primer mundo que no se sacia de dinero y siempre quiere más a costa de lo que sea, que no ha tenido escrúpulos en expoliar a África y robarle, o comprarle a precios de risa, sus más preciosos recursos naturales: el petróleo, los diamantes, el coltan, el gas… eso sí ¡qué ahora no vengan a pedirnos lo que les ha sido robado! Un continente expoliado que clama una vida más digna… ¿¿¿y que hacemos nosotros?? En vez de restablecer la igualdad, ponemos cada vez vallas más altas y con cuchillas cada vez más afiladas… externalizamos fronteras para dejar el trabajo sucio a otros (y lavarnos las manos ante tanto violación de DDHH)… ¿pero, qué muro es capaz de retener los sueños? NINGUNO, POR ALTO QUE SEA… Se juegan la vida en la valla y el agua porque poco tienen que perder y seamos serios… solo reclaman lo que es suyo ¿cuándo lo vamos a entender?

Fronteras inexistentes para el dinero y la riqueza, pero vallas cada vez más altas para los pobres, no sea que nos vayan a quitar “lo nuestro”. Y, en vez de invertir en desarrollo no hacemos más que suministrarles armamento (España es el 2º distribuidor de armamento en África!!) para que se maten entre ellos, total, lo que pasa en África, en África se queda… bueno, al no ser que se trate del Ébola, porque si hay un riesgo, por mínimo que sea, de que nos afecte a nosotros… entonces se encienden todas las alarmas… pero ¿no nos llevamos las manos a la cabeza cuando nos dicen que en África cada minuto se mueren 21 niños menores de 5 años por causas perfectamente evitables? ¿Eso no nos produce tremendo dolor? ¿No se encienden todas las alarmas por la malnutrición que se lleva por delante tantas vidas? ¡total para qué! El hambre no se pega, el hambre se ve de lejos, en la distancia, no nos puede afectar. Tenemos miedo a salir de nuestro bienestar, pero, ¿acaso no somos esclavos nosotros también de este sistema que nos ata, nos deja sin sentido crítico, nos hace olvidar los valores humanos, nos invita a olvidarnos del otro y a vivir solo para uno mismo… condenándonos a la infelicidad? Quizás en este sentido tengamos mucho que aprender de los africanos, y es que todo lo que no se da, se pierde, se muere… nos estamos apegando a lo material y estamos dejando a un lado el verdadero sentido de la vida… ¿hasta cuándo?

Sólo puedo estar tremendamente AGRADECIDA a la asociación ELÍN y a mis queridos africanos, especialmente a Sylla, Bakary, Male y Simakha, por hacerme sentirme como en casa, por abrirme los ojos, por empujarme a crecer y a cuestionar lo incuestionable, gracias por ser OASIS en el duro caminar de tantas y tantas personas, gracias por dar voz a los que no la tienen, por hacer realidad una comunidad viva de Dios, donde se le siente en todos los rincones, y donde tienen cabida todos: musulmanes, cristianos, ateos y agnósticos; donde no hay más ni menos, donde todos son iguales. Gracias por hacerme salir de la comodidad para encontrarme con mi yo auténtico, el que siente por el otro, el que se mueve, el que no puede ser si no es contigo. Os estaré eternamente agradecida.

 

Raquel Pérez

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